viernes, 3 de octubre de 2008

ACTIVIDAD OPTATIVA (TERCERA UNIDAD)

-Realización de la actividad (parte operativa)

*Entrega con una clase de antelación del material de apoyo.

*Dejar como tarea la lectura del mismo.

*Dejar como tarea la elaboración de una breve redacción sobre:

1. Sus estudios, sus diversiones escolares, la relación con sus maestros sin mencionar nombres ni materias, lo que esperan de su paso por el CCH.

2. Elaboración de una breve redacción de “un día en su vida desde que se levantan hasta que se acuestan”. Debe ser día laborable.

*Elaborar de forma individual un cuadro comparativo en clase usando la información del sistema educativo de los jesuitas y un día en la vida de Bernardo y la elaborada por ellos en su casa.

*Cierre grupal escuchando a distintos alumnos que deseen compartir su información


LA EDUCACIÓN DE LOS JESUITAS.
Al iniciarse el siglo XVII, existían en la capital del virreinato de la Nueva España, dos instituciones diferentes: el Colegio Máximo, donde se recibían las clases, y el colegio (convictorio) de San Ildefonso en el que se alojaban los alumnos.

LOS ESTUDIOS
No debe pensarse que las reglas se siguieran en forma rígida, pues los ignacianos estuvieron siempre dispuestos a admitir variaciones en el orden y las horas dedicadas al estudio (y aun en las materias), según el lugar, el tiempo e incluso la persona en cuestión. De ahí que si bien tenían un programa general éste podía ser modificado cuando hubiera causa suficiente para hacerlo. Tan flexible era la educación jesuita que de hecho puede decirse que estaba dirigida al individuo, por lo que no debe extrañar que hubiera quien llegara a doctor a los 18 años. No había un tiempo límite para completar los estudios, por lo que el alumno inteligente o tenaz podía quizá cursar las clases inferiores en sólo dos años y pasar a la clase de retórica, siempre y cuando aprobara el examen. Tan personal llegaba a ser esta educación que insistía tercamente en que el maestro responsable de cada grupo debía esforzarse por conocer bien a cada uno de sus alumnos y mantener con ellos una relación paternal que, con el tiempo, podía trocarse en amistad verdadera. Ante el alumno debía aparecer siempre lleno a la vez de comprensión y de autoridad.

Y Con todo esto en mente, puede ya describirse el plan de estudios. El primer curso estaba dedicado a los rudimentos del latín, una vez que los niños, no menores de siete años, supieran leer y escribir, pues en opinión de los jesuitas los muy pequeños necesitan más de niñeras que de maestros. Se pasaba después a la gramática latina que se completaba en el tercer curso. Dispuesto ya así el alumno, podía no sólo leer y hablar latín con f1uidez v corrección, sino analizar a los autores clásicos en cuanto a su manejo del lenguaje, lo mismo que a las circunstancias en las que se escribieron las diversas obras.

Una vez terminada la gramática, el estudiante entraba a los cursos de filosofía -con una duración de tres años- en los que se enfrentaba a las obras aristotélicas sobre lógica, física y metafísica. Finalmente pasaría a cursar teología, cuya meta última sería recibir las órdenes sacerdotales, no todos los alumnos tenían vocación para ser de la Compañía, ni pensaban seguir una carrera eclesiástica. La mayoría se contentaba con terminar el curso de artes que le facilitaría conseguir un buen empleo en alguna rama del gobierno

Los autores que se estudiaban en cualquiera de los colegios jesuitas diseminados por el mundo fueron siempre los mismos: Cicerón, Ovidio y Catulo (estos últimos expurgados), Virgilio, César, Salustio, Tito Livio, Horacio, Quintiliano y en filosofía el omnipresente Aristóteles ¿Qué pretendía, pues, la Compañía con esta inmersión en el latín?
Se trataba de transmitir a la mayoría el legado clásico de modo que fuera parte integrante de la propia cultura, fue el medio para que la cultura que apenas despuntaba no fuera simple remedo de la española y, a través de este estudio, se insertara en los altos logros de Grecia y Roma.
La traducción exige el conocimiento de las dos lenguas con las que se trabaja y no basta con un conocimiento superficial, sino que debe ir mucho más allá hasta transformarse, como querían los jesuitas, en un completo dominio.

Por qué poner en primer lugar la cultura grecorromana si de lo que se trataba era de formar buenos católicos? la explicación se encuentra quizás al recordar que, desde el primer contacto entre el cristianismo y la antigüedad clásica, la Iglesia distinguió entre una mitología condenable y los logros de una paideia encaminada "a formar un tipo humano que amara lo bello, lo verdadero y lo bueno por sí mismos, sin buscar otra utilidad o interés". Una cultura, en suma, que "daba como fruto primordial el respeto a la persona humana"

Echamos en falta la historia y la geografía, lo que no deja de sorprender cuando se piensa que muchos de los maestros eran personas que habían viajado mucho y, más que eso, que se habían aventurado por regiones desconocidas de las que podían dar noticias fidedignas por 1o que habían visto y experimentado. Sin embargo, a pesar de la gran cantidad de mapas y descripciones que dejaron los misioneros, no se sabe si los utilizaban en clase, Historia y geografía sólo servían de marco, por así decirlo, a la literatura clásica.

Entre las novedades pedagógicas introducidas por los jesuitas estaba una insistencia particular en el honor y la vergüenza, de modo que si siempre se premiaba la diligencia y el nombre del alumno aparecía en el cuadro de honor, también los había de ignominia para los remisos y hasta había en las aulas un lugar especial para los perezosos.

RECREACIÓN CULTURAL COMO DIVERSIÓN.
En todo momento, los maestros se esforzaban por lograr la confianza de sus alumnos, de tal modo que pudieran acudir a ellos con sus problemas y dudas, y procuraban la amenidad en sus clases. Pero más importante aún que el clima tranquilo del colegio era que el año escolar estuviera marcado (y muy a menudo) por la diversión.

Existía el teatro. En principio, las obras debían ser edificantes y estar escritas en latín, pero muy pronto se introdujo en ellas el castellano. Esta intromisión del castellano era inevitable, dado que estas representaciones eran públicas y, si se quería producir algún efecto en los espectadores, éstos debían entender los parlamentos. Así se pasó de las declamaciones de poesías escritas por los alumnos a lo que debe llamarse teatro profesional, precedido muchas veces por procesiones y cabalgatas, bailes y música, arcos y fuegos de artificio, que poco tenían ya que ver con los ejercicios escolares. En todo caso, cuando el coloquio o la comedia habían sido compuestos por un alumno, los maestros revisaban y refinaban el texto. Pero en las grandes ocasiones -la llegada de un nuevo virrey o arzobispo, una victoria de las armas españolas, el nacimiento de un príncipe o la canonización de un santo- las obras representadas se debían a los propios jesuitas, aunque eran actuadas por los alumnos. El teatro de la Compañía se distinguió en todas partes por el lujo de los trajes y el aparato escénico (casos hubo en que se necesitaron 15 decorados distintos), además de que era usual que cada acto terminara con música y danza, que si en Europa era ballet, en la Nueva España era un tocotín o mitote bailado por los alumnos "con lujosa vestimenta azteca, plumería y penachos".

JUEGOS
Los jesuitas se esforzaron siempre por crear en sus colegios una atmósfera familiar y alegre no podían ni debían impedir los juegos. Si al principio lo único permitido era ir y venir entre clase y clase sosteniendo conversaciones literarias, ya el tercer general, Francisco de Borja, recomendaba los "ejercicios corporales", como los juegos de pelota, juegos que "podían practicarse en distintas modalidades: golpeando al aire o contra un muro unas pelotas ligeras sólo con las manos; recurriendo a unas muñequeras reforzadas... para impulsar pelotas de mayor tamaño, o, como era más habitual, practicándolo con pelotas y raqueta". Se hayan fomentado o no estos juegos, evitando siempre los gritos y la violencia, ¿podían impedir los maestros que los menores jugaran al "burro" o a las canicas?
RELIGIÓN
Para interiorizar la religión los jesuitas volvían los ojos hacia los “Ejercicios” creados por San Ignacio realizados a través de las meditaciones. Y a fin de que el amor a Dios no se quedara en mera idea, los jesuitas acostumbraban llevar a sus discípulos a enseñar la doctrina en las plazas o a visitar con ellos hospitales, jacales y covachas y hasta las cárceles para predicar la palabra evangélica y dar a la vez ayuda material a los necesitados.

SOBRE EL TIEMPO LIBRE
Para los jesuitas. A pesar de que la compañía había sido creada para recatolizar la sociedad, el mundo siguió siendo un lugar de tentación. Para que los niños y jóvenes que les habían sido confiados no cayeran en ella, los horarios de clase ocupaban mañana y tarde, de lunes a sábado, y los congregantes se reunían "todos los domingos del año por la tarde a las pláticas que se les hacen", Poco tiempo quedaba, por lo tanto, para las distracciones mundanas. Pero, ¿qué hacer en las vacaciones? Los jesuitas estaban convencidos, al parecer, de que el regreso del colegial a su casa significaba acabar en unas semanas con el trabajo de meses. En consecuencia, influían en sus alumnos para que el tiempo que pasaran en sus casas fuera el menor posible y, en cambio, disfrutaran de 'Jesús del Monte", que "se trazó para casa de recreación en las vacaciones", "a tres leguas de la ciudad, en lugar alto, airoso y muy sano.
Según el criterio de la Compañía uno de los estorbos de los estudiantes "para darse de veras al estudio es la comodidad demasiada y mucho regalo de sus casas, que los hace flojos y aversos al trabajo y puntualidad en las tareas de las lecciones".
Para remediar la situación se creó San Ildefonso, donde se ofrecía a los estudiantes del Colegio Máximo o de la universidad una habitación conveniente, compañía apropiada, asistencia cómoda, alimentación sana, buena biblioteca, repetidores y consultores para los estudios y, sobre todo, "directores espirituales que guiaban su educación moral, civil y religiosa" a los que había que agregar a los maestros de aposentos y celadores. San Ildefonso era, de hecho, algo más que un alojamiento adecuado, pues si no había en él clases propiamente dichas, sí había quienes asesoraban a los internos en sus tareas, desde la gramática hasta la teología. En el internado, a falta de clases, "tenían un lugar muy importante las academias de repaso de las materias del currículo ordinario hasta ejercicios literarios libres o estudios especiales de materias que no cabían en el currículo, como la historia, las matemáticas o el griego".
Empeñados en lograr la renovación de la sociedad, los jesuitas buscaron que sus alumnos llegaran a ser hombres cabales, de buenos modales, escrupulosa limpieza, corteses y respetuosos con todos, pero en especial con los pobres.

Tomado de Gonzalbo, Aizpuru, Pilar, Historia de la vida cotidiana en México, México, 200, FCE, 611 págs . La ciudad barroca T. II. Pp.307-325.

UN DÍA CUALQUIERA EN LA VIDA DE UN ESTUDIANTE JESUITA.

Imaginemos un adolescente llamado Bernardo de Mendoza, de una de las principales familias de la tierra. No porque en España se hubiesen distinguido, pues no pasaban de ser hidalgueños de aldea, con una que otra buena relación. Pero uno de sus bisabuelos maternos, Gaspar de Solórzano, había sabido ganar, a fuerza de espada y brazo, un nombre y unas tierras cuando pasó a estas partes por conquistador. Y su abuelo, Diego Gómez de Solórzano, fue sabio administrador de indios y tierras y hasta logró meter un pie en palacio. De este modo, cuando el padre de Bernardo desembarcó —otro hidalgo de familia libre de pechos y tributos reales, pero muy recomendado—, logró empleo con el abuelo y, al cabo de algunos años, alcanzó la mano de Ana María, heredera de grandes haciendas y de caudal saneado. Bernardo es el único hijo varón del matrimonio y el ojito derecho de su madre; tiene ahora 14 años, es listo y despierto como se dice que son todos los criollos y también, como asegura 1ª fama, inconstante, quizá por haber sido criado con extremado regalo, como se crían en la Nueva España "aun los hijos de los pobres". Regalo y mimo que terminaron hace ya un año cuando fue admitido en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo y no sólo eso, pues como los jesuitas aseguran que el mayor estorbo para el estudio es la comodidad de la propia casa, Bernardo tuvo que dejar paseos y caballos para ingresar como convictor en San Ildelfonso.

El día empieza a clarear cuando el sonido de una campanilla despierta a Bernardo. Adormilado y medio mohíno murmura el Alabado sea Jesucristo, a la vez que recuerda que en su casa se levantaba a la hora que mejor le parecía, pues el maestro particular se acomodó siempre a sus deseos: en su casa la nana le llevaba el apetitoso desayuno a la habitación; en su casa había criados que lo vistieran. Pero como de nada sirven los lamentos y se castiga la tardanza, hay que pasar a un rápido aseo, arreglar la cama, vestirse, bajar al refectorio donde, tras agradecer a Dios los alimentos, los estudiantes darán cuenta del sobrio desayuno. Y ahora, a vestir el manto y la beca, recoger el mamotreto, e1 papel, los libros y todo lo necesario para las clases de la mañana y ocupar su lugar en la fila y caminar, con modestia y decoro, sin prisa, de dos en dos, como lo pide San Ignacio, desde el convictorio hasta el Colegio Máximo. En el portón debe detenerse la fila: los colegiales del cercano Colegio de Cristo se les han adelantado y hay que cederles el paso. Finalmente, Bernardo y sus compañeros llegan al Colegio Máximo, a cuya puerta se encuentran los hermanos coadjutores que vigilan la entrada y distribuyen a los alumnos según su nivel. Como Bernardo sabía ya latín al ingresar, solo tuvo que pasar por el tercer curso y ahora es ya "artista", lo que significa una aula del segundo patio.

Según la usanza de los ignacianos, el grupo esta dividido en decurias. Para enfado de Bernardo, acostumbrado hasta entonces a obtener todo lo que quería y a pesar de sus grandes esfuerzos (por lo menos así los considera él), no ha podido llegar a decurión. “Paciencia y estudio —como dice el padre Torres—, que todo se llegará". Mientras tanto a cumplir con lo que se le pide que es repetir de memoria la lección del día anterior ante su decurión. Con razón llaman a esta obligación pensum, pues resulta tarea bien pesada. Todos los 10 compañeros deben recitar ma1 o bien los preceptos de Cicerón, siempre bajo la vigilancia del decurión y del padre Torres. El maestro, a pesar de estar corrigiendo las composiciones latinas de ayer, no deja pasar falta alguna, sea en el escrito o en el recitado. Por fin se abandona la seca preceptiva y se entra en la repetición libre de lo expuesto por el maestro con anterioridad acerca del autor estudiado. Para Bernardo, esto es placentero, le gustan la historia y la geografía y está permitido usarlas en la exposición. Como es exigencia de los maestros que el latín que escriban sus discípulos sea “Propio, puro y sin faltas”, para lo que es necesario no sólo manejar la gramática, sino tener un amplio vocabulario, aplauden siempre al colegial que se arriesga a ampliar su elocución. Bernardo sabe bien que sus excursos complacen al padre Torres que, quizá por los años pasados en las misiones, se interesa también vivamente por estos temas y a veces llega a olvidarse de los clásicos para hablar de “sus” indios.

Por fin ha acabado el repaso y llega el momento de la prelección. Nadie puede excusar su asistencia, dado que lo que oigan ahora deberá ser escrito más tarde como tarea y repetirlo al día siguiente. El padre Torres inicia la lectura de las Epístolas a Lucilio que va situando en su momento y lugar. Hecho esto, explica el sentido de algunas palabras, dilucida el pensamiento que se expresa en el texto y analiza la forma de expresarlo destacando siempre la elegancia o inelegancia del escrito. Desmenuza los argumentos usados y finalmente —y esto, aunque se llame “erudición” es la parte más amena — da a los alumnos mediante su fácil palabra una imagen viva del mundo de Séneca.

La mañana termina con una media hora dedicada a la lectura, siempre en latín, de un historiador romano. Bernardo ha elegido La guerra de las Galias y se sumerge en su lectura.

Son ya las diez de la mañana y de nuevo al toque de una campanilla, Bernardo y sus compañeros vuelven a formarse para asistir a misa. En la iglesia —más todavía que en otro lugar — los acecha un peligro: Gerónimo de Ávila, censor, acusador, según lo llamó San Ignacio, pero para sus compañeros “acusica” o soplón. Basta con que el persignarse sea lento o apresurado, que venga un golpe de tos o lo que es peor una risa inoportuna para que Gerónimo tome nota y se lo haga saber a los padres.


“Acusica, Barrabás”, piensa Bernardo y se arrepiente de inmediato. No sólo está en la Iglesia, sino que debe reconocer que el censor no es siempre injusto. Entre divertido y avergonzado recuerda la tarde en la que con su gran amigo Pedro de Aliaga y otros compañeros lograron burlar la vigilancia del hermano portero y a todo correr atravesaron la huerta para vigilar, desde lo alto del muro, si con la oscuridad de la tarde aparecía el famoso cuervo que da nombre al callejón. El pajarraco no compareció, lo hizo en su lugar el padre Carrión, alertado por Gerónimo. ¡Virgen Santísima, la que se armó! los padres consideraron que los famosos seis azotes no bastaban ante falta tan grave. Hubo pues admonición rigurosa y, en ausencia de sus padres, se dio aviso a los líos de Bernardo, fray Pedro, guardián del convento grande de San Francisco, y el doctor Antonio Velázquez, famoso abogado de la capital: Bernardo corría peligro de expulsión si reincidía en conducta tan desarreglada

Todos los alumnos han tomado ya su lugar en la iglesia y —atentos o distraídos— su actitud no puede ser más devota.

¡Madre mía! Una mosca inoportuna revolotea frente a la cara de Bernardo. ¿Se arriesgará a darle un manotazo o bastará con soplarle? Opta por lo segundo, sopla y la mosca se va, pero no sin que Bernardo sienta sobre su persona los ojillos maliciosos de Gerónimo. Con todo, a pesar de ésta y de cualquier otra tribulación que aqueje a los colegiales, éstos guardan un silencio absoluto y la devoción es ejemplar.

Al terminar el santo sacrificio, los alumnos se dispersan: los “golondrinas” vuelan a sus casas a comer, en tanto que los convictores de San Ildefonso se enfilan a su alojamiento donde, como si temieran que tanto silencio los hubiera hecho olvidar cómo hablar, se desquitan con comentarios y risas hasta entrar en el refectorio. Ya se va a servir la comida; cada uno ocupa su lugar y la voz mesurada del lector inicia la vida de San Luis Gonzaga que, bueno, no es santo todavía, pero según dicen los padres no tardará en serlo.

Tras la comida los convictores gozan de un corto recreo que pueden aprovechar para leer o dormir una siesta. También se puede pasear por el patio, pero es martes y a Bernardo le ha cabido en suerte comentar el Evangelio del domingo anterior y como no se siente demasiado seguro de cómo decir lo que quiere, prefiere no tomar parte en la plática de sus compañeros y repasar su texto.

Al volver al colegio, Bernardo lee su breve escrito ante el grupo y el maestro, que lo escucha, como siempre, con benevolencia, lo felicita al terminar, si bien procura después que todos señalen los errores que hayan podido encontrar y discutan la presentación. Bernardo sale bien librado y se olvida hasta del acusica que tanto lo preocupara durante la misa. Ni siquiera el decurión —que a veces se sale de límites en cuanto a encontrar faltas— ha señalado errores graves.

Empieza ahora la clase propiamente dicha y el padre Torres les da el tema de la composición que habrán de redactar de vuelta a su alojamiento. La composición deberá apegarse al texto de Séneca que se vio por la mañana, aunque de ningún modo debe ser una mera imitación, sino sólo un camino seguro para lograr lo que se pretende. Mientras toma notas. Bernardo vuelve a preguntarse algo que le ha inquietado desde que ingresó al colegio: ¿para qué tanto latín si él no quiere pertenecer al clero, sea regular o secular? Le entretiene y hasta le produce cierto orgullo el hablar y escribir una lengua que no está al alcance de todos, pero ¿para qué le va a servir? Además, sabe, porque se lo han repetido muchas veces, que aún le falta soltura y, por ello mismo, elegancia, dado que cuando ésta hace alguna infrecuente aparición en sus escritos, se debe por lo común a la mano del consultor. Y de nuevo brota la rebeldía: latín, latín y más latín, cuando lo que él quiere es vivir en la hacienda y correr a caballo.

Pero al levantar la vista, sus ojos se encuentran con los del padre Torres, quien siempre parece saber lo que está pensando. Y la mirada, casi de cómplice, hace que Bernardo se sienta obligado a hacer un nuevo esfuerzo. Bueno, si de lo que se trata es de sustituir los personajes de Séneca por otros, ¿no podría utilizar la figura del virrey o, mejor aún, la del reverendísimo señor arzobispo?

Con un sobresalto, Bernardo vuelve a la realidad, llamado por la voz del maestro que anuncia el inicio de la concertación, la gran diversión del día, puesto que por ahora no se preparan comedias ni se ensayan tocotines.

Es la concertación un juego de buena memoria y conocimientos para el cual la clase se divide en dos grupos rivales (romanos y cartagineses), aunque de lunes a viernes dure tan poco. Cada uno de los dos ejércitos está perfectamente jerarquizado, pero así como Bernardo no ha llegado a decurión, tampoco ha logrado ser cónsul. Se ha quedado en tribuno y, como le molesta, su vanidad hace que ponga todos sus sentidos en derrotar al tribuno opuesto. Las preguntas van y vienen entre los émulos, cónsul a cónsul, pretor a pretor, legionario a legionario, y ya son muchos los que han abandonado el campo. A Bernardo le toca ahora conjugar un difícil verbo irregular, pero lo hace con seguridad y, cuando a su vez puede hacer una pregunta, pide la explicación de un pasaje de Tito Livio. Su contrincante titubea, baja la cabeza y guarda silencio. Triunfo indiscutible de Bernardo, quien tiene que disimular, pues victoria o derrota deben aceptarse con igual ánimo y nunca humillar al vencido. Pero su aparente impasividad no le impide especular y esperar que, si el sábado por la tarde logra también derrotar a su oponente en la concertación mayor, sus probabilidades de ascenso cuando se redistribuyan los grados habrán aumentado.

La campana anuncia ya el final de las clases. A recoger todo, formarse y regresar al alojamiento en San Ildefonso. A pesar de que para Bernardo San Ildefonso es poco menos que una cárcel, por sus muchas reglas y su mucho encierro, en este momento se alegra de vivir allí y no en su casa, donde no hubiera encontrado ni una biblioteca ni ayuda que los repetidores y consultores ofrecen en el convictorio. Se aplica, pues, a terminar la tarea, sin dejar de sentirse cada vez más incómodo, ya que han pasado muchas horas y el estómago reclama sus derechos. A las siete, uno de los consultores pide que pongan papeles y libros en orden antes de pasar al refectorio, con las manos bien lavadas. Bernardo se siente de pronto tan cansado que pierde interés en la comida y apenas si puede seguir con atención la lectura, ¿será por todo lo que aún hay que hacer? Pero la cena termina y, una vez dadas rendidas gracias a Dios, el maestro de aposentos inicia la lectura del librito del padre Acevedo que, según dicen, ha traído grande utilidad a la educación de los jóvenes del reino. Termina el tormento, que no otra cosa es para Bernardo oír —mes a mes— las reglas de la buena crianza que deberá observar si quiere ser visto como un caballero. Se pasa —gracias a Dios y a todos sus santos— a la lectura espiritual, de la que, en verdad, se entera poco. De la cercana catedral se oyen nueve campanadas y el día termina. Maestros y alumnos se van a dormir y ya en su cama Bernardo apenas alcanza a murmurar: "Bendita sea tu pureza...".

Gonzalbo, Aizpuru, Pilar, Historia de la vida cotidiana en México, México, 200, .FCE 611 págs . La ciudad barroca T. II. Pp. 325-333

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